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Canon M10, Jaisalmer, India, 2019. |
En un cálido amanecer en en el desierto del Thar todo es placentero, tranquilo, silencioso. Una fresca brisa roza el rostro que estremece el resto del cuerpo queriendo abrazarse en el cálido calor humano y en su ausencia es sustituido por una manta de la haima. Cuánta soledad, cuánto silencio.
El horizonte se pierde en la lejanía, el viento me sigue llamando en un profundo silencio que me envuelve y finalmente me absorbe. Las voces se alejan y se sumergen en una dimensión completamente distinta en la que me encuentro, los camellos me observan de lejos con su característica serenidad casi estoica, y por un momento, me pierdo, me abandono.
Un silencio devastador y a la vez placentero, un silencio aterrador y a la vez acogedor, un silencio que duele. Los amaneceres aquí, en el desierto con frontera a Pakistán, huelen al té recién hecho que me despierta de mi letargo causado por esta escena, y afortunadamente, tengo la oportunidad de vivir esta experiencia cada mañana desde que me he instalado aquí por unos días.
¿Qué tiene el silencio que aterra? ¿Cómo escuchamos el silencio? El gran "aprendiz" Ramiro Calle afirma que estamos tan inmersos en la corriente arrolladora del pensamiento que hemos perdido la capacidad de percepción. No lo dudo, la constante amalgama de mensajes que nos entran a través de los sentidos y nuestro intento por entenderlos o interpretarlos nos suscitan los infinitos círculos de un espiral, la persistente necesidad del 'yo' como máscara que sólo existe en reconocimiento del otro, la innecesaria necesidad de querer controlar el pasado y el futuro y aferrarnos a esas voces mentales.
La eliminación momentánea de la vorágine mental nos arroja a un túnel en el que la mirada difumina el paisaje, en el que el tacto se vuelve insensible, en el que el gusto se paraliza, en el que el olfato no inspira y en el que el oído no siente. ¿Qué percibimos en el silencio? una nada que lo engloba todo y va más allá de la superficialidad constante de una percepción material y física, un todo inmenso que se quiebra cuando Hulab me llama para tomar el desayuno con el resto de amigos que viven en el desierto y normalizan lo que para mí es una tregua que me da la vida cada mañana que despierto en el baldío Thar.
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