23 dic 2019

UN CHAI EN EL ATARDECER DEL BÓSFORO


Canon 550D, Turquía, Estambul, 2019
"Si aprendemos a ver así una ciudad y vivimos en ella lo suficiente para tener la oportunidad de unir su paisaje a nuestros sentimientos más auténticos y profundos, un tiempo después las calles de nuestra ciudad, sus vistas, su paisaje, se convertirán en una serie de cosas que, de la misma forma que hay ciertas canciones que nos recuerdan de inmediato amores y decepciones, nos recordarán uno por uno determinados sentimientos y estados espirituales".

Posiblemente Orhan Pamuk ha sido la persona que más profundamente ha estado enamorado de una ciudad caída en desgracia con el paso de los años y su ilusorio intento de una occidentalización que parece estar estancada.

Muchas son las veces que paseo por las calles de Estambul, pues por suerte o por desgracia tengo la oportunidad de viajar a Turquía en bastantes ocasiones a lo largo de este año. Recuerdo mis primeras impresiones de una ciudad fría y derrumbada en la que perderse por las callejuelas de Aksaray era una aventura; los hombres tomaban café turco en pequeños taburetes al lado de mesitas que se situaban en el exterior de las 'tabernas', mientras las mujeres, algunas con su característico hijab, paseaban por las calles acompañadas de sus hijos que se declaraban en huelga cuando no le consentían sus caprichos. Estas estampas costumbrista solo las encuentro cuando decido perderme y salir de barrios como Eminonü y Karakoi donde el turismo y la vida contemporánea se muestra en cada rincón de sus calles y habitantes.

Las siguientes veces que viajé a Estambul empecé a sentirme como en casa, a normalizar el camino ya conocido del aeropuerto a mi estancia y a las calles que por muchas veces que recorra siempre me transportan a un pasado otomano entre las mezquitas de Mimar Sinan y las teterias de narguile. El tráfico es concurrido y muchas veces la espera se hace más larga, pero en cada viaje espero con ilusión el momento en que a través del cristal de la ventana aparezca el mágico Bósforo iluminado por la luz de la luna que en la oscuridad de la noche se refleja en toda la ciudad.

El Bósforo causó en mí una inspiración que me hizo enamorarme poco a poco de Estambul, un amor que a su vez se convierte en un misterio en ocasiones y en rechazo en otras, cuando personas que he conocido en mis estancias en Estambul empezaban a confesarme sus historias. Turcos, kurdos, griegos, árabes... existe una gran variedad de comunidades que conviven en lo que una vez fue Constantinoble, un país que es famoso por su variedad cultural y religiosa y que acoge a miles de refugiados cada año, un país en el que supuestamente esta convivencia no deriva en conflictos ideológicos, supuestamente.

Sobre esta imagen idílica de un país que transcurre entre Oriente y Occidente se esconden realidades más duras que hoy día se pueden percibir siendo incluso una visitante de paso, una problemática social que se respira en el aire cuando paseas por las calles. Después de mi segunda visita a Estambul, empecé a entender el significado de aquellos grupos que se situaban a lo largo de la Avenida Istikal y cantaban mensajes de amor y libertad a su pueblo, sin embargo, desentendida de los diversos idiomas que aquí se hablan y de las problemáticas que aquí ocurren, en un principio sólo percibía la esencia de los artistas, pero no la emocional e identitária que percibiría con el paso de los días.

Las banderas rojas con la luna menguante y estrella blanca se alzan a lo largo del país para que no olvidemos las sangrientas batallas que lucharon los civiles turcos para conseguir su independencia, al mando del queridísimo nacionalista Ataturk, cuya imagen aparece colgada en cada uno de los establecimientos de la ciudad siempre que sus dueños sean de origen turcomano, Atatürk. Al mismo tiempo la bandera recuerda que estamos en un país donde se profesa la religión más expandida en el siglo XXI, el Islam, que ha sido instaurada nuevamente en el país por el actual presidente Erdogan, quien a su vez se ha hecho construir una mezquita al lado del monumento al republicano Atatürk.

De la misma manera que te enamoras de alguien, me enamoré de Estambul, y de las historias que ésta alberga dentro de sus muros, a cada cual más triste, injusta y esperanzadora. Una ciudad a la que tardaré en volver, por la que tanto paseé acompañada siempre de un refrescante Ayran por las calles de Aksaray, su aroma que vuelve a mí como ráfagas de nostalgias, y sus memorias que quedan como cicatrices de lo que una vez fue el destino de mis pasos. Y sobre todos esos recuerdos, el Bósforo, un Bósforo que iluminaba mi camino y me acariciaba con su fresca brisa en la contemplación que le dedicaba durante horas al atardecer, acompañada de la lectura de 'Estambul' de Orhan Pamuk.

Unas tierras que han supuesto un punto de inflexión en mi vida, pero especialmente en mi pensamiento. Hasta que volvamos a vernos Estambul.

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